Desde la ventana del caserón podía vislumbrar un amplio campo de tierras
amarillas, quemadas por ese calor seco que mantenía su piel con un tono aceitoso
y brillante. Desde la perspectiva de una niña de 10 años, esa extensión de
terreno representaba la más absoluta inmensidad. Podía sentir con los cinco
sentidos la soledad en que le había tocado vivir...No era culpa suya, no...Los
únicos culpables eran sus padres, por haberla dejado sola, por haber muerto sin
ni siquiera dejarle una mísera nota.
Ahora, Ángela recuerda
aquella época constantemente. No para justificar sus actos, sino porque le
resulta imposible olvidar...No puede olvidar el haber crecido rodeada de campo,
con la única compañía de los animales que sus abuelos tenían por la finca...A
ellos (sus abuelos), les recordaba con cariño y odio a la vez. Los consideraba
personas de mente cerrada, sólo preocupados por las cosas más terrenales, es
decir, comer, cagar, mear y dormir...Personas sin educación escolar, de miras
cerradas, intransigentes...pero a la vez tímidos, educados con el prójimo dentro
de su ignorancia, hospitalarios...
Áhora, ya con casi tres décadas a sus
espaldas, repite una y otra vez en su cabeza las mismas escenas.
Paradójicamente, son las más felices y a la vez las más tristes de su
infancia...Recuerda cuando veía llegar el coche de sus tíos, que visitaban la
finca unas dos veces por año, siempre en vacaciones...Recuerda que en aquellos
momentos, cuando oía desde la distancia el ruido del motor, se sentía de repente
como si formara parte de ese mundo civilizado que tanto anhelaba...La compañía
de sus tíos y su primo suponía una bocanada de aire fresco dentro del
insoportable sopor que era la vida junto a los abuelos...
Durante la estacia
de los familiares, los abuelos se mostraban cercanos y fríos a la vez. Eran
personas de pocas palabras, en especial él...Un hombre que jamás renunciaría a
sus costumbres, que salía del caserón a primera hora de la mañana y llegaba a la
hora de acostarse...Y así era irremediablemente durante cada día, hubiera o no
visita en casa...La abuela, casi única y exclusivamente hacía tareas
relacionadas con la cocina, amén de hacer sus pinitos con la aguja y el
hilo.
Ángela y su primo no podían comprender la forma de comportarse de
su abuelo, y por ello, muchas veces le espiaban camuflados entre espigas de
trigo y árboles de hojas secas...Alternaban esa curiosa afición con otras
propias del campo...Sin embargo, un hecho en concreto sucedió en esa finca que
lo cambiaría todo para siempre...
Cerca de una carretera sin asfaltar para
vehículos agrícolas ocurrió una especie de milagro. El primo de Ángela,
Mateo, fue el primero en oirlo...Unos leves quejidos de algún
animal se escuchaban en algún sitio cercano...Ángela también podía oirlo ya, y
poco a poco se fueron aproximando al lugar X. Los dos sentían el nerviosismo
propio de aquellos que van a hacer un inmenso descubrimiento. Así, descubrieron
amontonadso, una camada de gatitos casi recién nacidos presuntamente abandonados
por su madre...¡Qué tierna visión! ¿Cómo podían dejar esos
gatitos allí? Eso no era posible, así que volvieron corriendo, cogieron uno de
los múltiples sacos que su abuelo guardaba en el establo y volvieron al
lugar...
Tras meter a los animales dentro, volvieron al establo para ver
más de cerca su increíble hallazgo, que sin duda les proporcionaría unas
vacaciones llena de diversión extrema y grandes preocupaciones. Los fueron
sacando uno por uno. Un total de ocho gatitos ciegos, maullantes y de pelo
tieso...eso era lo que tenían entre manos, así que se pusieron manos a la
obra.
Durante los días siguientes, no tuvieron otra preocupación que no fuera
conseguir ocultar a los animales, darles de comer, y construirles una caseta. En
cuanto el pequeño hogar gatuno estuviera hecho, las anteriores preocupaciones
serían más fáciles de subsanar, sobre todo la de mantenerles ocultos, ya que era
probable que los abuelos les obligaran a deshacerse de ellos...quizá los
regalaran......El caso es que fueron días felices. Días en los que tanto Ángela
como su primo sabían que el otro soñaba con los pequeños felinos, y se acostaba
deseando volver a levantarse para cuidar de los que, con todo derecho eran ya
sus mascotas, aún más sus hijos. Por encima de todo, Ángela sentía el cosquilleo
del que se cree valiente, del que sabe que está haciendo algo por un mundo que
le ha sido ajeno durante la mayor parte de su vida...había salvado vidas, muchas
vidas.
Y ahora recuerda que era un domingo, cuando se levantó, como
siempre, muy temprano. Recuerda que bajó como cada día a la "corripa", como la
llamaba su abuelo, a darle su ración de amor a sus protegidos animales...Y
recuerda que fue un domingo cuando ellos ya no estaban allí...Salió corriendo
del cobertizo como alma que lleva el diablo, y se fue directamente a despertar a
su primo. ¿Cómo era posible que no estuvieran? ¿Quién y por qué se los había
llevado? ¿Habrían escapado por sí mismo? Nada tenía sentido, estaban muy bien
escondidos y aún eran demasiado pequeños y débiles como para irse solos...Ángela
le gritaba a su primo como si él hubiera tenido algo que ver...Creyó, por un
momento, que la maldita gente de la ciudad no tenía sitio para vivir en ese
medio rural y que, tarde o temprano, aparecería ese ser insensibilizado que
segura estaba que era su primo.
Sin embargo, vió una mirada en su primo que
le hizo olvidar todo aquello y se dió cuenta de que él estaba tan apenado y
confundido como ella...Se miraron y comprendieron que tenían que salir en su
busca, la vida de esos gatos dependía de ellos...otra vez.
Ángela levantó las persianas de la habitación de su primo, y sin tiempo para
prepararse, lo vió.
Desde la ventana, se veía a lo lejos, cientos de
metros, como una figura ruda y de andares cansados portaba un saco. El saco.
Aquel saco. A pesar de la distancia, se podía distinguir que no iba vacío. Un
escalofrío recorrió el cuerpo de los dos niños. La figura, que era
indudablemente el abuelo, se detuvo, y sin ninguna contemplación golpeó el saco
con gran fuerza repetidas veces contra el suelo. Acto seguido, arrojó el saco al
lado de un riachuelo que suponía el único reducto de frescor en aquella
soporífera atmósfera...Los niños, mirando desde la lejana ventana, asistían
atónitos a los hechos...Podían escuchar los latidos del corazón del
otro.
Cuando lo piensa ahora, los ojos se le siguen llenando de lágrimas,
lágrimas de dolor, impotencia y...odio. No a su abuelo, pero sí al ser humano.
Ve en su cabeza como ella y su primo salieron fuera en cuanto el abuelo hubo
abandonado el lugar. Corrieron lo más rápido que pudieron el trecho que separaba
la casa del lugar donde se hallaba aquel saco...Tardaron muy poco en llegar. Muy
poco. Lo vieron delante, una tela rellena de unas extrañas masas sin
forma...Desanudaron el cordel que lo ataba y observaron cómo de dentro salía un
amasijo de piel, sangre, pelo e intestinos...Ángela rompió a llorar...de
decepción, de miedo, de incomprensión, de asco...
Su primo, petrificado,
no alcanzaba a comprender lo que sucedía. Estaba en estado de
shock. Sin embargo, ella, en un momento de valentía, consiguió vaciar
todo el contenido del saco...Estaban todos muertos...¿Por qué? ¿Cual era el
pecado de aquellos animales indefensos? ¿Acaso no merecían vivir? De pronto,
Ángela se percató de que aún había uno que seguía con vida. Agonizaba,
seguramente roto por dentro. Estaba lleno de sangre que se había secado ya por
el infernal calor matinal...
Su primo le dijo que no lo hiciera, pero ella
tenía mucha más determinación. Supo que era su deber. Cogió una piedra y goleó
el cráneo del gatito hasta cerciorarse de que había muerto...Las manos se le
llenaron de sangre, pero los ojos dejaron de segregar lágrimas. Mateo lloraba
como un condenado, la situación era más grotesca de lo que un niño de su edad
podía imaginar...
Pero para Ángela, sólo era la primera
vez que mataba. Y la única en la qúe ella misma enterraría a la víctima